Empacando recuerdos

Me mudaré de la casa donde he vivido durante casi 24 años, pero al guardar las cosas materiales, estoy empacando los recuerdos de una niña que botaba las revistas de los estantes y que hacía de su pequeño cuarto un escenario para millones de juegos; las aventuras de una adolescente a quien el mismo cuarto le parecía una prisión; las vivencias de una mujer que aprendió a reír , llorar, discutir, soñar… vivir bajo ese techo.

¿A qué jardin iré a esconderme cuando tenga miedo y necesite escuchar esa voz interna que me dice que soy fuerte? ¿Qué ciudad iluminada veré en las noches por mi ventana, cuando quiera entender que hay un mundo más allá del mío? ¿Cómo dejar de llamar hogar a ese lugar donde no necesité nada más que cariño para ser feliz?

Quizás mis preguntas no tengan respuesta, pero es inevitable: Me voy y emprendo una de las tantas partidas que me esperan. Tengo las maletas listas y en mi garganta está latente ese nudo que me corta la respiración y ese sinsabor que dejan las despedidas. No es fácil dejar toda una vida de un momento a otro, quizás nunca me vaya del todo de aquí ni de ningún lugar, porque sé que algo llevo en mí y algo de mí se queda.

Me pueden faltar maletas para todas las manifestaciones físicas de mi niñez, adolescencia y juventud; pero, por suerte, cada una de las vivencias y sentimientos caben en los espacios de mi corazón… ¡Let´s go!

Recordando promesas incumplidas

Como algunos sabrán (y para los que no sepan, les cuento) ya han pasado casi seis meses desde que egresé de la universidad y como es obvio tuve que reacomodar muchas cosas en mi vida, desde mi escritorio con agendas que ya no usaré, hasta mi rutina con aulas que ya no visitaré.

Aunque parezca de menor importancia, el arreglar mi rincón de estudio fue lo que me hizo caer en cuenta de que ya crucé la línea hacia una nueva etapa y que ya no había marcha atrás. Al revisar las hojas de tareas pude volver a leer mis primeros artículos llenos de correcciones, que con el pasar de los semestres se transformaron en casi ausentes errores. Encontré pequeñas notas escritas, que iban desde chismes amorosos hasta bromas de los profesores o compañeros; todo ello incitado por el deseo de sobrevivir al aburrimiento de ciertas materias. También, por ahí aparecieron las frases de cariño de algunos compañeros que con el pasar de los cuatro años se convirtieron en grandes amigos que, lastimosamente debo admitir, durante este tiempo no he vuelto a ver.

Tras todos estos retazos palpables de vida,  aún faltaba por descubrir el tesoro que celosamente por mucho tiempo guardé: la inolvidable hoja de promesas. Mi grupo de amigas la recordará perfectamente, pero para los demás lectores, explico que esta hoja contenía un listado de acciones que debíamos cumplir para evitar o corregir errores, que variaban en cada una de nosotras, podían ser estudiantiles (mejorar las notas), familiares (mejorar la relación con los padres), amorosos (no amarrarse, vacilar o regresar con tal persona) o simplemente personales (bajar de peso, no fumar, etc.); en caso de incumplirlas, debíamos pagar cierta cantidad de dinero como multa. Recuerdo que una de las mías fue la más costosa y terminé adeudando una cantidad de dinero que nunca pagué.

Tener mi hoja y algunas de mis amigas me dio mucha emoción pero, a la vez, me causó inquietud al descubrir que la mayoría las había incumplido pero, principalmente, me sorprendió darme cuenta que en muchas etapas de mi vida volvía a prometerme una y otra vez lo mismo, sin nunca llegar a ejecutarlo.

Es fácil prometer algo al igual que, romperlo luego. El secreto de cumplir promesas es plantearse acciones concretas y reales, y principalmente comprometerse con ellas. No porque algo se plasme por escrito significa que tendrá mayor importancia, lo que realmente se va a cumplir es lo que se promete con el corazón.